Como muñequitos de play mobile, se mueven sin descanso. La obligación y la rutina les atrae igual que si fueran imanes.

Apostaría y mucho, a que ¾ partes de la gente que pasa, va a algún sitio al que ya han afirmado ir todo y que no les apetezca.

La lluvia moja las calles de Barcelona y Sants Estació parece más gris de lo normal. Moja la cabeza de la gente intentando limpiar tanta gilipollez acumulada.

Ellos, intentando evitarlo, se tapan con ridículos paraguas. Y yo, sin más, me siento en una pared de la estación a esperar a dos personas ansiosas de pillar marihuana.

Aquí todo el mundo está estropeado.

Algunos nos escapamos de la escuela –asquerosa rutina- para poder proporcionarle al cuerpo un poco de ánimo, otros recurren a su cuidad para visitar a sus fieles amigos los camelos, otros andan corriendo a trabajar para poder comer algo al llegar a casa y ya de paso, para darle una pequeña propina al estado.

Dos chicos observan extrañados, confundidos, a una desconocida chica que corre desesperada hacia el autobús intentando obedecer a las estúpidas manillas del desesperante reloj.

La ciudad está contaminada, la tontería se evapora, causando una enfermiza niebla que tapa el precioso azul del cielo.

Tengo a un hombre bastante joven sentado a dos metros de mi, mirándome curioso para saber que hago, sola, acurrucada, con un bolígrafo y un papel en blanco.

Y tranquilamente, observo lo afortunadas que son las palomas (vulgarmente dichas ratas voladoras)…

Ellas disfrutan cada día de uno de mis más grandes sueños (e imposibles), volar.

Se me acercan temerosas de que de una patada las mande a china a hacer turismo, y yo, divertida, admiro su valentía, acercarse a un humano es algo admirable.

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